Por Aída Nohemí López Castro:
Sonriente como él mismo, carismático, ocurrente, amante del silencio y de la música, irónicamente; soñador, armonioso, irreverente. Siempre me pregunté qué edad tenía porque a decir verdad aparentaba ser bastante joven pero hablaba como si hubiese vivido tantas y tantas vidas y fuera capaz de recordarlas todas con lujo de detalle en fechas, nombres y lugares. Siempre me pareció que no pertenecía a la época y que él lo sabía; creo que a veces eso lo ponía triste y era entonces cuando escribía: primero charlábamos muy amenamente, luego cuando se hacía ya tarde y recordábamos dormir, él tomaba un pedazo de papel -a veces servilletas o lo primero que encontrara- y anotaba las cinco palabras con las que resumía su día; siempre puso la misma al principio, "feliz".
Nosotros cantábamos, bailábamos, soñábamos, reíamos, todo al mismo tiempo y todo el tiempo. Me gustaba escuchar sus historias, era de esos que siempre tenía algo que contarte, pero algo interesante y profundo, siempre muy reflexivo, emotivo... Cuestionaba cómo podía parecer tan imperturbable ante su doloroso pasado y disfrutar la vida. Tal vez su tolerancia al sufrimiento se había agotado u ocultaba su dolor tras esos personajes que interpretaba. Sí, pensaba, quizá se cubra bajo tantas máscaras para no dejar aflorar sus heridas y evitar ser más lastimado, ¿a quién le permitiría que lo conociera realmente? Y jamás esperé que me lo permitiera a mí, pero luego presencié sus crisis que se alejaban tanto de sus actuaciones en el escenario, sus momentos de mayor fragilidad y sensibilidad lo desnudaron frente a mí y entonces yo sólo callaba, me acercaba, lo abrazaba y le permitía su llanto. Él me habló de sus miedos y fallas, me confesó infinidades de traumas que continuaba intentando superar, con los que lidiaba diariamente para no reflejar en pantalla y fue esa la forma en la que yo entendí cómo una amistad, un amor va más allá de una simple complicidad; fue esa la forma en la que yo lo amé: admirándolo. Me deslumbraron sus enseñanzas de fortaleza y entereza para enfrentar los problemas, incluso los más grandes y la facilidad con la que se desprendía del miedo de ser uno mismo ante los demás, tomar riesgos y entregarse por completo, amar lo que haces para hacerlo exquisitamente bien; y esa sonrisa inquebrantable que completaba mis días, el permitirme besar abiertamente su bigote burlesco dentro del estudio de grabación, el hacerme sentir en el mejor refugio dentro de sus brazos, su andar, su escuchar, su actuar. Mi Charlie, para mí, una persona ejemplar, mejor de lo que a cuadro siempre retrató.
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Hace 9 años
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